CRÓNICA DE UN DÍA NORMAL EN EL TRANSPORTE PÚBLICO.
Salgo de mi casa y respiro hondo, como todas las mañanas voy a adentrarme en las entrañas de un mundo surrealista, casi onírico, me preparo para un viaje entre la realidad y la sorpresa, una sorpresa que de tan cotidiana se vuelve natural.
Tomo el micro que me lleva al metro y mientras le pago al conductor hago malabares para agarrarme del tubo más cercano con una técnica que no sé dónde aprendí, en fin, puedo sostenerme e irremediablemente caigo sobre un asiento chipotudo, ya estable es cuando me doy cuenta de lo que pasa a mi alrededor.
Son como las 8 de la mañana, una hora en donde la mayoría de las personas que se encuentran en el transporte público van a sus trabajos, hombres de traje y mujeres impecables, en el aire se respira la conjunción de aromas a perfumes, acondicionadores, desodorantes y colonias recién puestas.
Una mujer sentada frente a mí se enreda un enorme tubo en su cabello,
su cabeza se ve un tanto deforme con esa protuberancia, pero a ella parece no importarle porque en seguida saca un espejo y cuchara y se enchina las pestañas con tal habilidad que podría hacerlo hasta con los ojos cerrados, literalmente.
Otra mujer, con traje sastre café claro, zapatos negros de tacón y el cabello chino recogido en una cola de caballo, deja la silueta de unos labios carmesí marcados en la mejilla de su acompañante mientras le dice “nos vemos a las tres, no llegues tarde” y toca el timbre para bajarse apresuradamente.
Fue entonces cuando tuve que bajarme del micro y arribar al metro, ese gigante que lleva en su interior millones de historias, algunas tan fantásticas que serían difíciles de creer, pero cualquiera que ha entrado en él sabe que cualquier cosa puede pasar. Entonces me pongo a recordar aquella vez que vi a un señor que perdió su zapato en las vías, o cuando una botella entró velozmente por una ventana abierta, provocando una gran explosión de cristales al hacerse añicos, mientras un hombre se apretaba la mano que le sangraba debido a un trozo de vidrio que se le había encajado en la piel y la gente volteaba indignada por ese acto violento de alguna persona escudada en el anonimato.
Así mientras voy recordando, avanza el metro, recorre apenas cuatro estaciones y tengo que bajarme, para esta vez subirme a un camión, de esos blancos que pasean en contraflujo por la Avenida Ermita Iztapalapa. Extrañamente encuentro desocupado un lugar y me apresuro a sentarme, mientras acomodo mi bolsa veo subir a un chico que me inquieta cada vez que lo veo subir al mismo camión en dónde viajo.
Es un chico de unos 25 años, con el cabello largo hasta la cintura y rebelde como él parece ser, usa pantalones guangos y trae consigo una guitarra y una armónica al cuello al estilo Dylan, trae puesta una playera con el logo de LED ZEPPELIN, eso me agrada, pero su aspecto en realidad no es muy amigable, tiene mirada penetrante que yo trato de evitar sacando un libro de mi bolsa y abriéndolo en donde se ha quedado el separador.
Comienzo a leer y él comienza a hablar: “Les voy a tocar una melodía de blues, espero que les guste”, suena entonces su armónica con un ritmo que invita a los pasajeros a mover el pie o la cabeza según convenga su posición, luego suena la guitarra y comienza a cantar improvisadamente acerca de lo que tiene a su alrededor. “La gente va al trabajo y algunos duermen harto, una chica se ve arreglando y el chofer se detiene en el alto” Es gracioso, más de uno sueltan una risita contagiosa al escuchar la melodía dedicada a ellos mismos. Yo como ya lo había escuchado antes no reparo mucho en él y sigo mi lectura.
Pero luego pasa algo diferente, comienza la segunda melodía y cuando comienza a cantar yo no puedo más que cerrar mi libro y repetir las palabras que él dice en mi mente. “Abrazar tu voz, penetrar en tu pequeño rincón, llorar junto a las estrellas más bellas” Yo pienso “Es SexFood” una canción que en verdad me agrada y que por supuesto no es muy conocida y mucho menos frecuente que se toque en un transporte público, en verdad me sorprende.
El chico termina y pasa a todos los asientos tratando de conseguir unas monedas de los pasajeros, yo sólo lo observo, pero él sigue teniendo esa mirada, así que sólo muestro un débil sonrisa mientras él se baja dándole las gracias al chofer. Llego a mi destino, pero más tarde retomo el viaje.
En el micro de la tarde me encuentro a una pareja, ella trae puesto un pants rojo y él uno negro, parece que vienen de correr, pero también parece que no les ha funcionado mucho el ejercicio porque debajo de sus ropas se distinguen los excesos de la grasa y carnes flácidas en donde debería de haber músculos.
Su plática capta toda mi atención, que a pesar del aullido de una ambulancia que pasa muy de cerca, puedo escuchar que hablan de una tercera persona, “El Chucho”, la mujer comentó que le había dado una receta para que no tuviera problemas con su cabello, había que preparar un remedio con grenetina y untárselo en el cabello, pero él no quería porque decía que “se le iban a parar las moscas en la cabeza”, aunque ella aseguraba que no.
Yo nunca supe si ella alguna vez había utilizado ese remedio, ya que su cabello estaba reseco, con tonos rubios y rojizos en las puntas, mientras que las raíces mostraban un negro natural. Además traía un chongo mal amarrado y pequeños cabellitos se le salían por todos lados, éstos parecían más bien pequeños resplandores dorados que salían de su cabeza.
Su acompañante le preguntó si “El Chucho” se había puesto el remedio de grenetina, y ella contestó que sí, que su cabello había quedado tan duro como si se le hubieran cuajado, a lo que yo no pude contener una pequeña sonrisa imaginando al “Chucho” con su cabello cuajado, llegué entonces a mi destino y más tarde tuve que emprender el camino de regreso al hogar.
Las horas pasan rápido y la oscuridad se intensifica a mi alrededor, esto me obliga a sacar los lentes de mi bolsa y ponérmelos instantáneamente. La noche surge en el momento menos esperado, ella trae consigo una especie de seres muertos en vida, caras sombrías, cuerpos rectos caminando unos tras otro, ojos que no ven, mentes sin pensar, sin poner atención a nada más que a su rítmico andar, los cuerpos se apretujan unos con otros cada vez más fuerte hasta que me siento asfixiada y me vuelvo parte de ellos, me integro a la masa expectante a que llegue el próximo tren, de nuevo me encuentro en el metro.
Las puertas del vagón abren seguidas de los empujones, con la competencia de conseguir un lugar es casi como un cuento de ciencia ficción, las señoras avientan sus bolsas, los niños corren, los señores empujan y enseguida se hacen los dormidos. Yo no tengo ánimos de entrar en esa carnicería y me quedo parada hasta que debo bajar y transbordar.
Se abren las puertas del vagón y puedo salir, casi empujada por la masa que adentro se aglutina, es entonces cuando veo algo no muy agradable, pero puedo pensar que cotidiano para un día como ese en la noche, en donde los jóvenes acostumbran ir a echar la copa y a veces excederse de los placeres que Dionisio nos envió. Sí, un chico de unos veinte años, totalmente ebrio, captado con mi mirada justamente en el momento donde su cara expresa una grotesca sensación, de su boca sale líquido espeso seguido de un sonido horrendo que me hace automáticamente voltear al otro lado y apretar mi paso.
Sigo mi camino, y al tomar el último trolebús del día llego a mi casa dispuesta a descansar de un día como cualquier otro, lleno de sorpresas y sueños hechos realidad.
3 comentarios:
estas bien mensa jajajaja
jajaja... por lo menos alguien lo leyó, te quiero tontis!
TSS CHIDO EQUILIBRISTA ESO DE LAS CRONICAS ESTA CHIDO, PERDERTE EN ESTA CIUDAD ES LA ONDA AUNQUE CREO ALGUNOS TEXTOS SE ME HIZERON MUY LARGOS, PERO PUS TU PROPON
Publicar un comentario